jueves, 23 de febrero de 2017

Agentes de la educación. Vaciar para inventar. Violeta Nuñez.

Agentes de la educación. Vaciar para inventar (*) (1)
Violeta Núñez Doctora en Filosofía y Ciencias de la Educación
La cuestión que os propongo es pensar maneras de educar en consonancia con los nuevos tiempos, sin renunciar a lo específico del acto educativo: que algo de la cultura pueda ser significativo para alguien…
Para comenzar, subrayaré la importancia de que ese acto se encabalgue en una posición ética de transmisión por parte del agente, dando así lugar al interés particular de cada sujeto, orientándolo hacia el trabajo en grupos.
Las nuevas generaciones, denominadas por algunos autores como nativos digitales, aparecen como personajes poco dados al trabajo conceptual, a la lectura y a una escritura digna de ese nombre. En efecto, no son los mismos de hace dos o tres décadas atrás.
El sujeto de la educación ya no se presenta como aquél cuya conciencia ciudadana hay que moldear. Es un sujeto de las percepciones, de lo que parpadea en tiempos efímeros (Bauman: 2007). Algunos autores denominan subjetividadmediática a este emergente del conjunto de transformaciones de la actual y permanente revolución tecnológica. Un sujeto volátil que enchufa/desenchufa respecto a estímulos simultáneos muy diversos y en temporalidades cortas o muy cortas.
El paso de la conciencia a la percepción, estimulada como horizonte subjetivo a través de los medios y las tecnologías digitales, introduce hoy un reto crucial en el campo de las prácticas educativas. Pues este pasaje, al articularse con la categorización del mundo del discurso neoliberal, produce un curioso efecto en los nuevos sujetos de la educación: éstos se enganchan rápidamente a las apariencias de verdad que dicho discurso instaura a fuerza de repetirlas. Paradójicamente, encontramos un sujeto de la percepción lábil y, por otro, uno amarrado al imaginario neoliberal, cuyas categorías discursivas naturaliza en términos de hechos. Así, la labilidad reenvía a una contraparte de rigidez difícil de quebrar.
Los jóvenes no suelen poner en duda sus opiniones, pues suponen que son descripciones de hechos evidentes. La naturalización de los hechos impide verlos como construcciones sociales deudoras del discurso político dominante. Vienen, por decirlo así, pre-formateados en las categorías del discurso neoliberal.
En primer lugar, entonces, aparece como dificultad el perforar esas certezas, esas supuestas evidencias. Sin un primer encuentro con un no-saber, se hace casi imposible pensar y apropiarse de nuevos objetos culturales, esto es, aprender.
Asimismo, los sujetos se presentan con una atención dispersa en diversas fuentes simultáneas (móviles, pantallas de ordenador, pantallas televisivas, aparatos de audio, consolas…). En situación de clase conversan, comen, se envían mensajes, hacen pullas entre ellos…
Sujetos que no reconocen ninguna autoridad en ninguna materia y que si se les coacciona responden bien sea con mayor desconexión o indiferencia, bien sea con grados diversos de agresividad.
La lógica del consumo preside las relaciones, también la relación con el conocimiento, que es puntual, móvil y velozmente descartable. El profesor es un tertuliano más, un opinador cuyos argumentos carecen de otro peso que el que se adjudica a todo lo demás: televisión, compañeros de curso, webs, contenidos anónimos… y, por lo tanto, aceleradamente usables-descartables.
La ausencia de garantías sociales y económicas o, mejor dicho, la ausencia de la ilusión acerca de las mismas, que permitirían orientar la acción y un proyecto de futuro, contribuye al desánimo. Éste se manifiesta en un rechazo (casi diría frontal) al trabajo de formación intelectual, lo cual merma aún más, a modo de bucle iterativo, las perspectivas de futuro.
Esto complica bastante las posibilidades de una transmisión, entendida como el acto que toca algo de la posición del sujeto ante el mundo. Lo que me llevó a formular(me) nuevas preguntas en torno a cómo promover algo de duda, de incomodidad, de no-creencia, ¿cómo abrir y sostener un tiempo de “no-consumo” para que algo nuevo pueda advenir para alguien?
Releyendo algunas teorías pedagógicas, me llamó la atención que algunos pedagogos, tales como Fröbel, Montessori o Maud Mannoni, tomaran como eje central de sus prácticas la ruptura del mono espacio de la clase(2). La clase deviene aula. Retoma su marca etimológica latina de atrio o de patio, esto es, de espacio abierto. Esta cuestión es singularmente interesante hoy, donde la fragmentación y la dispersión operan como potentes elementos de configuración del imaginario social. Abrir brechas en el mono-espacio de la clase, es decir, dar paso a otras configuraciones es un tema relevante: ofrecer espacios diversificados que tomen en cuenta la movilidad de los jóvenes. Espacios no obligatorios y simultáneos.
Si los nativos-digitales viven atendiendo a fuentes diversas de estímulos puntuales y simultáneos ¿cómo será posible en la clase abarrotada(3) incorporar distintas fuentes y orientar desde allí a los estudiantes a producir saberes?
¿Cómo establecer un vínculo pedagógico desde el cual dar cabida a cierta movilidad, propiciar algún encuentro, promover pensamiento? Abrir algo que no los precipite a la fórmula neoliberal de emprendedor-de-sí, de gestor de su propio vaciamiento cultural.
Considero que hacerles pasar por situaciones distintas y dar lugar a conexiones no previstas, puede contribuir a propiciar algún giro en las posiciones frente al mundo, a la elaboración de algún saber. Realicé algunas experiencias al respecto. Voy a referirme a la que denominé el espacio vacío.
“Otro espacio”, además del aula, que desde el decanato se hubo de buscar arduamente, pues no estaba previsto en el funcionamiento de la facultad (ni permitido ni prohibido por la normativa…). Lo encontramos, luego de muchas peripecias, en un sótano olvidado. A partir del siguiente curso lo “inauguro”: un espacio vacío que permitía la itinerancia entre el salón de clase y ese otro espacio. Produjo asombro. Y gran incomodidad inicial: “¿Qué hacemos aquí?”, “¿para qué venimos?”, “no lo entendemos…”.
Ésta y otras experiencias docentes, ubicadas en lugares no previsibles, me han permitido poner a los sujetos de la educación en situación de un cierto des-conocimiento y de gran incomodidad, puesto que las pautas no estaban predeterminadas por los emblemas del salón de clase, que establecen el uso del espacio y del tiempo y de lo que es dable esperar en los mismos. Por supuesto que yo también corrí con la incomodidad de esos des-conocimientos y sus riesgos.
La movilidad cobró un papel relevante. Movilidad en el sentido de movimiento. Incluso de trashumancia, de errancia. Aunque no exenta de orientación.
Consideré como hipótesis de partida que la movilidad funciona como catalizador de la atención, entendiendo que ésta ya no se centra, sino que se dispersa.
La movilidad transforma esa atención dispersa en atención flotante, dando curso a la posibilidad de engancharse o conectarse con algún objeto cultural. Un objeto cultural que tendrá, para ese sujeto singular, un brillo o interés que lo enganche y lo remita a un nuevo espacio cultural.
Nunca sabemos de antemano, ni el agente ni el sujeto, cuál será ese elemento que marca la entrada (para ese sujeto), a un nuevo territorio, ni tampoco cuál será ese territorio.
El recurso a esos discursos pedagógicos del siglo xix y del xx, sigue dando pistas. Pues, sea cual sea el objeto para un sujeto singular, seguro que no lo encontrará en el salón de clase al uso.
Desde hace ya un par de décadas sabemos del vaciamiento cultural de la educación, que se logra absolutamente con su inscripción en un espacio que se ha llenado de lo superfluo.
En medio del batiburrillo de objetos de índole diversa: posters, pantallas, murales, mesas, sillas, carteles, colgadores de ropa, objetos en desuso, etc., se pide a los sujetos de la educación que sigan atiborrándose de informaciones que no pueden sostener y, menos aún, transformar en saber.
A modo de pañuelos de usar y tirar, en el abigarrado mundo de los establecimientos educacionales, los objetos se suceden unos a otros, unos sobre otros, sin dejar huella.
Son objetos emancipados de todo destinatario: se exhiben y caen para ser sustituidos por otros de igual alcance.
La sociedad de la transparencia no permite lagunas de información ni de visión. Pero tanto el pensamiento como la inspiración requieren un vacío” (Byung-Chul Han: 2013).
Por ello el vacío (experiencia, metáfora), no existe en la empresa educativa actual.
Un espacio vacío para dar lugar a la pregunta. Para pensar. Para pensar qué me interesa (de la cultura amplia y plural). Y que, de este modo, algo nuevo pueda advenir. Un espacio vacío para que algo de la subjetividad se vea concernido y lleve al sujeto a re-considerar su posición ante el mundo.
Hace algún tiempo atrás había releído el texto de Peter Brook The empty space y me quedó resonando, particularmente, la frase inicial del texto: “Puedo tomar cualquier espacio vacío y llamarlo un escenario desnudo. Un hombre camina por este espacio vacío mientras otro le observa, y esto es todo lo que se necesita para realizar un acto teatral”.
¿Qué es lo que se necesita para el acto educativo?
Podemos hilar la cuestión teatral con los espacios de la topografía cuyo territorio dibujan los elementos del modelo herbartiano:
http://revistainterrogant.org/wp-content/uploads/2017/01/14_Agentes01-300x214.png
En este cuadro se establecen los elementos mínimos, indispensables, para realizar un acto educativo. Nótese que:
a) No se trata de un triángulo, sino de elementos que, en sus enlaces, NO SE CIERRAN. Tanto el agente como el sujeto de la educación realizan sus caminos de relación con la cultura. Aunque el recorrido que realice el agente sea el que ponga (suponga) en acto las posibilidades del sujeto;
b) el lugar que nos propone Herbart es, en efecto, ¡un espacio vacío!
Ahora bien, podemos ubicar (o, más propiamente, necesitamos ubicar) ese espacio vacío en los marcos dentro de los cuales se puede abrir:
http://revistainterrogant.org/wp-content/uploads/2017/01/14_Agentes02-300x221.png
Una vez visto el esquema, podemos enlazarlo con los vacíos a que dan lugar las invenciones de Fröbel, Montessori, Bernfeld o Mannoni.
Otra pregunta aparece: ¿qué efecto/s puede producir el vacío en los lugares ya connotados como de educación, es decir, con sus mesas, sillas, pizarra…?
En primer lugar, vamos a diferenciar el vacío del vaciamiento.
El vaciamiento cultural de la educación es la propuesta neoliberal. Hacer girar el acto educativo de los recorridos culturales a la llamada educación de las emociones, a la empatía, a la autoestima. No entraremos aquí en la crítica particular de cada una de estas cuestiones, baste señalar que todo vaciamiento trata de una desposesión. En este caso, impide tanto la apropiación de los bienes de la cultura plural y común (Certeau: 1999), como el ejercicio del derecho de igualdad en dicha apropiación: que cada cual (cualquiera), pueda apropiarse de cualquier bien de la cultura plural y común. Sin estar sujeto a una suerte de predestinación que lo excluya de tal o cual bien, en aras de ideas tan peregrinas como “no le va a servir”, “para qué complicarle la vida”, “no se le puede exigir más”, “pobrecito…”.
El vacío, por el contrario, no viene dado. Hay que abrirlo como intersticio, grieta, agujero en la trama empresarial (así, subrayada), para poder dar lugar a otra cosa.
Para realizar mi propia experiencia docente, me planteé la posibilidad (tanto para los estudiantes como para mí) de <hacer-nos pasar> (transgredir) por un espacio vacío, a modo de umbral por el cual pasar a otros lugares. Otros caminos, y no el estrictamente señalado por la normativa vigente.
La idea del espacio vacío viene a orientar una exploración. A promover interrogantes, a introducir algo que haga un corte (que haga una verdadera incisión), en ese curso de abotargamiento que tiene lugar en una clase: sentarse, copiar incesantemente no se sabe qué, estar atados al móvil, wasapear, comer, cuchichear… (los estudiantes suelen realizar todo eso de modo simultáneo).
No tengo una idea-previa de qué hacer allí, en ese espacio, vacío de las insignias de un centro educativo, de un salón de clase. Se trató de sostener un compás de espera en un espacio abierto para nada, para nada en particular, pues en todo caso sería para que algo pudiera acontecer.
Aparece y se propone como un espacio escamoteado a la voracidad de la actual lógica mercantilista que todo lo llena para que rápidamente sea desechado y que, además, pretende supervisarlo todo: que nada escape, que todo intersticio sea eliminado.
Frente a esos empujes, abrir tiempos en stand by y, entonces, quizá promover que una atención dispersa, des-interesada pueda transformarse en atención flotante para poder fijarse a/en algo y dar(se) la oportunidad de decir(se) otra cosa.
Ocasión, tal vez, de dejar una huella, aquello que marca algo de una transmisión. Aquello que no se consume aquí y ahora, en un mero tiempo de información; sino palabras y objetos que aparecen para que cada cual pueda hacer con ellos una experiencia.
Decía Walter Benjamin (2008: 69) que la información “tiene interés tan sólo en el breve instante en el que es nueva. Sólo está viva durante ese instante, y a él se entrega por completo sin tener ningún tiempo que perder. Pero la narración jamás se entrega, sino que, al contrario, concentra sus fuerzas, y, aún mucho después, sigue siendo capaz de desplegarse”.
Bella y poética metáfora del acto educativo, de su efecto de reverberación.
La propuesta consistió en que cada cual pensara y discutiera con otros qué, por qué y cómo introduciría un elemento (bien, objeto, patrimonio común), para ser alojado en el espacio vacío. Y para qué, qué destino imaginaban para ese elemento. Para mi propia sorpresa(4) aparecieron desde mitos griegos hasta modalidades de ocupación cultural de espacios públicos. Desde historias de la literatura y la música. Poesías. Enseñanzas de música y canto. Teatro, cine (¡mucho cine!), moda. Historias del pan y fabricar pan. Sembrar en espacio abierto, acciones con bombas de semillas que llamaron guerrilla verde para la reforestación… Un cierto número de estos trabajos se desplegaron fuera de la facultad: en el Jardín del Laberinto de Horta, en una plaza de Sants, en el mercado de la Boquería, en la plaza del Rey, en el barrio de la Ribera, por citar algunos de los espacios repoblados por sus relatos, su música, las performances, los grafitis o las invitaciones a pintar, a escribir o a leer.
La mayoría de los estudiantes encontró algo con lo que pudo conectar. Compusieron diversos tipos de objetos: dossiers de presentación de temas, vídeos, libros artesanales, materiales bibliográficos, músicas y letras, objetos para imaginar usos posibles… dando cuenta de las preguntas iniciales de la propuesta: qué, por qué, cómo y para qué de los objetos culturales elegidos.
Recuerdo que un estudiante dijo no haber encontrado nada nuevo, pese a “buscar todo el tiempo”. Tal vez, le dije, se trata de no buscar, al menos no todo el tiempo… En el curso siguiente, de pronto, un día, se me acercó y, bastante conmocionado, dijo:
–¡¡Ahora lo entiendo!!
La educación apunta a ese efecto de reverberación en el tiempo.
Ése es el juego.
Abrir el juego, inventando algún dispositivo, permite pasar (umbral) a otros lugares donde el tiempo no se vea reducido a la inmediatez (una evidencia evaluativa tras otra), sino abierto a los tiempos de cada uno.
Así, en la trama de época, en las tramas institucionales, se trata de pasar a un territorio imposible, inexistente en la normativa, pero que tal vez, quizá, para algún sujeto, pueda significar una posibilidad otra. Una pregunta, una experiencia.
La agresividad, la indiferencia son producidas por un ejercicio que hace del aula una clase. Hay que pensar que un mundo en donde han caído los semblantes, también se ha diluido la eficacia simbólica de los dispositivos que los sostenían. La movilidad, la pregunta y la invención que como posibilidades ofrece el vacío, son hoy claves para que algo de la cultura plural pueda albergar a los nuevos sujetos de la educación.
Notas
(*) Conferencia inaugural pronunciada en la XII Jornadas de Debate de la FNB.
(1) Esta ponencia se basa en el libro Transgresión, bricolaje, postproducción: los juegos artesanos de la educación social actualmente en imprenta en la editorial de la Universitat Oberta de Catalunya (UOC).
(2) Cabe recordar que el sistema educativo moderno se funda en el siglo xix como escuela graduada según clases: un sistema clasificatorio que, como tal, suponía la universalidad de sus categorías, es decir, la homologación de los sujetos incluidos en cada una de las mismas: seis años, siete, etc. Es un momento en el que la idea de tiempo funciona como línea objetiva y universal. Otro ejemplo radica en la justicia penal, que la utiliza para hacer corresponder los delitos de menor a mayor gravedad con la duración de las penas.
(3) Hablo de un número que, si bien fluctuaba de año a año, se situaba entre los 60 y 95 estudiantes por clase.
(4) La ética de la transmisión se verifica en ese efecto “sorpresa”. Aparece lo que Hannah Arendt (1993: 202) señala: “El hecho de que el hombre sea capaz de acción significa que cabe esperarse de él lo inesperado, que es capaz de realizar lo que es infinitamente improbable”.
Referencias bibliográficas
Arendt, H. (1993): La condición humana. Barcelona. Paidós.
Bauman, Z. (2007): Los retos de la educación en la modernidad líquida. Barcelona. Gedisa. Colección Pedagogía Social.
Benjamin, W. (2008): El narrador. Santiago de Chile. Metales Pesados.
Byung-Chul Han (2013): La sociedad de la transparencia. Barcelona. Herder.
Certeau, M. de (2004): La cultura en plural. Buenos Aires. Nueva Visión.


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